Medio peronismo, por decirlo así, está esperando que la voluminosa figura deMarcelo Cifuentes se levante del sillón de funcionario y se ponga el traje de candidato. Lo están aguardando referentes del justicialismo histórico que hace una semana degustaron junto al escribano un asado en Gardey, mientras orejeaban las barajas del mentirosísimo truco en el que está inmerso la interna del justicialismo-kirchnerismo local.
¿Quiere y no se anima? ¿Se anima pero avizora después un futuro mucho más complejo que la propia primaria abierta del peronismo? ¿Lo seduce la idea de enfrentar a Néstor Auza, el candidato del establishment nacional y provincial, especulando con que si arma con astucia y muñeca puede dar el batacazo con un triunfo que lo deje proyectado como conductor del peronismo tandilero, incluso más allá del resultado de las generales de octubre?
Todos estos dilemas, sin duda, habitan los pensamientos de Marcelo Cifuentes. Está instalado en una suerte de laberinto borgeano con espejos a ambos lados de la pared donde, en primer lugar, reflejan las huellas de su propio rostro, el que le dejó la experiencia de su candidatura a intendente en 2007. Nadie, en la familia peroncha, dio crédito a su lanzamiento y sus ganas de ser; finalmente, con el lastre de la inexperiencia en esas lides a cuestas, cumplió dignamente con lo máximo que se le podía pedir a un candidato frente a la topadora electoral del oficialismo. Pero durante la campaña tuvo algunas movidas de su propio sello que lo sacaron de su papel de notario previsible: armó la lista a su gusto y antojo, y hasta se dio el insólito gusto de tomarse unas breves vacaciones familiares en medio de la campaña. También demostró personalidad cuando le avisó a Daniel Scioli que si no lo subía al avión que traía al gobernador desde Mar del Plata a la comarca, se bajaba de la candidatura. Y, cosa no muy común, se bancó el peso económico de campaña cuyo resultado, lo sabía, estaba escrito de antemano.
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