Por H. Brienza
El debate por la ley de medios audiovisuales asestó uno de los golpes más duros que pudo haber recibido el periodismo en democracia.
El debate por la ley de medios audiovisuales asestó uno de los golpes más duros que pudo haber recibido el periodismo en democracia. El miércoles pasado, en el acto de La Plata, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner dijo: “Se acabó el mito de la prensa independiente”. Lo dijo celebrándolo. Más allá de las variadas interpretaciones que se le pueden dar a esa frase, hay algo que no puede restársele, y es veracidad. Si hubo una estocada que recibió el conglomerado Clarín fue el ataque, justamente, a su eslogan “Periodismo independiente”. Hoy nadie cree en su “independencia” informativa.
Pero no sólo Clarín quedó mal parado en estos meses. El debate por la ley nos obligó a los periodistas a mirarnos al espejo. Y el reflejo nos devolvió todas nuestras miserias. Hace exactamente 17 años que hago este trabajo y en estos años he visto la cara horrenda del periodismo: que la mayoría de las notas publicadas son publicidad u operaciones de prensa, que hay periodistas que cobran por las notas, que los medios son, en su mayoría, manejados por empresarios a quienes les importa menos el periodismo que sus propios negocios, que muchas veces somos ingenuos frente a la rapacidad de políticos y empresarios, que debemos escribir lo que la “línea editorial” nos “sugiere”, que en la mejor de las veces defendemos con honestidad nuestra propia ideología y en la peor nos escondemos hipócritamente en la palabra “profesionalismo”, que a veces nos equivocamos por “boludos”, que otras veces miramos mal, que la verdad no existe y quienes pretenden arrogársela son más peligrosos aun que los que dudan, que hemos construido un cinismo galopante y destructor que casi siempre se trasluce en un inconformismo histérico, que nos gusta jugar a los fiscales pero no nos gusta que nadie nos fiscalice, que hemos abusado de la denuncia y de la patotería, que los medios reproducen un discurso racista y, sobre todo, discriminador hacia los sectores de menores recursos, que vivimos anunciando el Apocalipsis, que nos metemos en la vida privada de la gente, en su cama, en sus narices, en sus placares –y de esto bien sabe, porque lo ha sufrido, Diego Maradona, quien se ha convertido en algo así como el Aleph de todas las miserias del periodismo–, que hemos convertido en gurúes a economistas que han destruido las finanzas del país, que nos hemos “chabacanizado”, que cada vez leemos menos y somos más incultos, que por abrazarnos a un jugador de fútbol damos un párrafo entero, que por un libro importado de más de mil páginas trocamos buenas críticas, que por un buen entrevistado limamos nuestras preguntas, que hay pocas cosas menos éticas que una charla en off con una fuente, que si las reuniones de editores fueran grabadas o filmadas habría tres presos más por día –es ironía, claro–, etcétera, etcétera…
Como verán, no creo mucho en lo que hacemos. Pero hay algo que me subleva. Cuando un empresario que no paga sus impuestos o que se mata por quitarles unos puntitos más de plusvalía a los trabajadores, o un tachero que te pasea por toda la ciudad para afanarte cinco pesos piojosos, o un político con máster en “armado de cometa”, cuando un lector psicótico escribe en la web “teta, culo, pito” porque no le gustó una nota de un tipo que se la pasó dos días trabajando, o una ama de casa de Nordelta cuya única preocupación es cuántos kilos les pondrá a sus pesas para seguir cuidando su lustrado fuselaje hablan pestes del periodismo, me enfermo.
Yo no creo en el periodismo, pero creo en los periodistas. He visto compañeros debatiéndose internamente y enfermándose por cuestiones éticas, los he visto trabajar en condiciones de pauperización, los he visto “cagados en las patas” porque en sus teléfonos sonaban amenazas de políticos, de empresarios, de agentes de inteligencia, o masticando bronca porque por “cuestiones editoriales” no se publicaban sus investigaciones. He visto compañeros con los ojos perdidos porque no encontraban un buen adjetivo o un buen sinónimo, he visto discusiones sobre sueños, sobre estupideces utópicas, sé de algunos que hasta atesoran una bala en su espalda por una nota que ni siquiera valió la pena y sé, también, que la mayoría de los que andamos en este asunto lo hacemos con una honestidad y una pasión que pocos argentinos vuelcan en sus trabajos. Esta nota puede resultar contradictoria. Y tal vez lo sea. Respeto mis propias contradicciones porque no le temo al pensamiento vivo.
Hace unos años, cuando uno decía “soy periodista”, automáticamente un aura dorada se encendía por encima de nuestras cabezas. Algo de magia le dábamos a esa sociedad que nos endiosaba. El periodismo denunciaba, para que la sociedad pudiera ser aséptica. Ahora, sólo se escucha una risita sarcástica o se percibe una mirada reprobatoria. Nosotros, los periodistas, nos hemos convertido en los miserables. Habría que preguntarse, entonces, en qué se ha convertido esa misma sociedad que ahora nos envía al Gehena. Posiblemente, la asepsia también era una gran mentira.(fuente: Critíca)
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