Escrutinio radical
Los campeones del republicanismo, la democracia y la calidad institucional no pueden informar sobre el resultado de las elecciones internas en el principal distrito del país, que reúne a casi 40 por ciento del padrón nacional. La diferencia a favor de los candidatos apoyados por Ricardo Alfonsín fue suficiente como para que Julio Cobos, Federico Storani y Leopoldo Moreau reconocieran la derrota de los suyos, pero la disputa se trasladó al porcentaje obtenido por cada bandería. Esto no es excepcional en la UCR. Lo mismo ocurrió con la interna que en 2002 enfrentó a Rodolfo Terragno con Leopoldo Moreau para definir la candidatura presidencial en 2003. Ambos intercambiaron acusaciones de fraude. Para su desgracia se impuso Moreau, con lo cual pasó a la historia como el estandarte de la peor elección de su centenario partido, cuando apenas logró el 2 por ciento de los votos. Reconvertido en operador político y de negocios de Julio Cobos y en su nexo con José Luis Manzano y Francisco de Narváez, Moreau tuvo como principal asociado político en esta elección a Federico Storani, el hombre de los tránsitos vertiginosos: de líder de los derechos humanos en el alfonsinismo a ministro del Interior en el gobierno que se abrió con dos asesinatos en el puente de Corrientes en 1999; de abogado de la familia del asesinado Osvaldo Cambiasso en 1983 a defensor del ingreso a la Cámara de Diputados de Luis Patti en 2006. Sólo un país tan generoso permite que tales dirigentes partidarios sigan actuando en posiciones expectantes. Del otro lado, el hijo del ex presidente Raúl Alfonsín actuó con mayor sagacidad de la que sus antagonistas le atribuían y hoy emerge como líder, con insoslayable proyección presidencial, tal como este diario anticipó en febrero (“Ahora, Alfonsín”, 7/2/10). Si Cobos implica para la UCR un acentuado sesgo derechista (relaciones privilegiadas con las corporaciones patronales del agro, la Iglesia Católica, los grandes medios y las Fuerzas Armadas; nexos explícitos con De Narváez y con el ex senador Eduardo Duhalde, que sueña con la resurrección política que no pudieron alcanzar ni Alfonsín ni Carlos Menem), Alfonsín expresa la posibilidad de una renovada alianza de centroizquierda, como insinuó en sus primeros comentarios después de la victoria.
El pasado que condena
Con Raúl Alfonsín en 1983 y Fernando de la Rúa en 1999, el radicalismo demostró que está en condiciones de acceder al gobierno sin necesidad de intervenciones militares ni proscripción de otras fuerzas. Su asignatura pendiente es probar que también puede concluir un mandato constitucional completo y sin una hecatombe. Esto no sucede desde 1928, cuando Marcelo T. de Alvear entregó la presidencia a Hipólito Yrigoyen, en años de prosperidad económica y calma política. Dos años después se produjo el primer golpe cívico-militar del siglo pasado, en condiciones premonitorias de las dificultades que tendrían por delante los presidentes radicales de las siete décadas posteriores. Con la única excepción de Raúl Alfonsín, cuyo liderazgo excepcional disciplinó a la alianza que lo llevó a la Casa Rosada, los demás cayeron víctimas de la división dentro del propio partido y de los conflictos con los aliados más próximos. El antipersonalismo radical, agrupado en torno de Alvear, debilitó a Yrigoyen en su segunda presidencia y el activismo socialista liderado por Alfredo L. Palacios generó la sensación de caos e ingobernabilidad. La prensa oligárquica amplificó ese clima para justificar la intervención castrense, pertrechada de justificaciones dogmáticas por la hegemónica Iglesia Católica Apostólica Romana, cuyas diferencias no eran con Yrigoyen sino con la democracia representativa y el principio de la soberanía popular, que antagonizaba con la concepción eclesiástica sobre el origen divino del poder. Varios elementos de esta configuración se repetirían en los siguientes gobiernos radicales. Arturo Frondizi padeció la oposición enconada de otro sector del mismo partido, conducido por Ricardo Balbín, que propició su derrocamiento en 1962. Ese fue el año de las primeras elecciones posteriores al golpe de 1955 en las que el partido de Juan D. Perón pudo presentar candidatos, con la curiosa condición de que sólo se les permitiría perder. La izquierda socialista, todavía liderada por Palacios, volvió a rodear de calor masivo a la conspiración de la derecha antiperonista que añoraba volver a la Revolución Libertadora de Pedro Aramburu e Isaac Rojas, a la que la UCR prestó varios ministros. En 1963 Arturo Illia llegó a la presidencia con apenas 23 por ciento de los votos, casi el mismo magro porcentaje que Néstor Kirchner cuatro décadas más tarde. Pero lejos de reconstruir la institución presidencial, Illia fue otra víctima de su debilidad, tarea a la que una vez más contribuyó con entusiasmo Balbín, quien desde la conducción partidaria ejerció un liderazgo paralelo, a expensas de la autoridad del austero médico cordobés. Su gobierno padeció también la implantación de un foco guerrillero marxista en Salta, aunque la erosión que apresuró su final provino ante todo del sindicalismo vandorista. De la Rúa debió enfrentar la temprana ruptura de su vicepresidente, Carlos Alvarez, cuya asordinada denuncia de los sobornos para aprobar la ley de precarización laboral encubrió el pánico escénico que lo forzó a alejarse del gobierno. Pero tampoco pudo sobreponerse a la influencia de Alfonsín que, en alianza con Duhalde y con el Episcopado católico, precipitaron su innoble final, con casi tres docenas de muertos en dos días. ¿Cómo manejaría esta invariable radical el hijo de Alfonsín?
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